31 enero, 2018 | 10:58 hrs.
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I. Un Estado con corazón…y sentido común

La actualidad chilena reciente ha puesto en evidencia en numerosas ocasiones y de diversas maneras la imperiosa necesidad de acometer una modernización profunda del Estado, centrada en mejorar sustancialmente la eficiencia, calidad y probidad del aparato público en casi todas las áreas.

Desde la larguísima huelga del Registro Civil al papelón del Servicio Electoral con los domicilios de votantes, desde el horror de las muertes en el Sename a la vergüenza de las pensiones infladas en Gendarmería, desde las pérdidas de Cenabast a la falta de hospitales públicos (y el mal servicio en los que existen), desde la inaceptable cantidad de “apitutados políticos” en todas las reparticiones a la asignación de recursos a dedo para diversos contratistas, desde el desastre del Transantiago al pobre nivel de los colegios municipales, entre otros problemas que sería muy largo enumerar aquí, todo eso apunta a errores y defectos en el funcionamiento del Estado chileno. Tanto por la forma en que ha sido concebido en algunos aspectos, como por la forma en que opera, en otros.

Debemos ser capaces de diseñar, explicar y eventualmente implementar una modernización del Estado que prometa entregar servicios de excelencia para la creciente clase media de Chile, no sólo porque el país lo necesita para seguir desarrollándose, sino porque allí reside la fuerza electoral del futuro. Un programa político que aborde las quejas y expectativas concretas de la ciudadanía en materia de atención estatal puede sintonizar con un gran, y creciente, número de electores, y puede ser revestido de una “épica modernizadora” que, al hacerse cargo de las realidades y desafíos del siglo XXI, resulte atractiva para el conjunto de la población, en especial los jóvenes.
Por otra parte, tanto en la teoría como en la práctica dicha modernización debe mostrar que su eje central no son la eficiencia y la productividad, sino la preocupación por los más vulnerables (y más olvidados). Esto es, aquellos que más necesitan que los programas y servicios del Estado entreguen la ayuda que prometen y cumplan sus objetivos. Esto no es contradictorio con el foco en la clase media, sino complementario, pues ese electorado entiende que es éticamente intolerable que el Estado les falle a los más débiles: los niños puestos bajo la protección del Sename, los alumnos de la educación municipal, los enfermos de la salud pública, etc. El mensaje es que para hacer las cosas bien, el nuevo Estado debe tener sentido común y corazón a la vez.

Un programa que apunte a lo anterior debe presentar fórmulas y soluciones para que Chile cuente —en el corto y mediano plazo— con un aparato público moderno, para lo cual la profesionalización del cuerpo de funcionarios es un requisito esencial. Por ende, debe contener propuestas para avanzar hacia la creación de un auténtico servicio civil, incluyendo mecanismos para sumar al proceso de forma constructiva al funcionariado actual, en base a criterios de eficiencia burocrática (estatuto laboral) y viabilidad política (partidos y gremios) que habrán de definirse.

Al mismo tiempo, la estrategia de modernización debe proponer un modelo de Estado descentralizado que haga más y mejor lo que el actual sistema centralista hace mal (y que deje de hacer algunas cosas, también). Esa descentralización no es la que prometen irresponsablemente reformas improvisadas como la de escoger a los intendentes regionales por elección popular, sino una que reconozca que la capacidad de tomar decisiones para resolver problemas debe estar lo más vinculada posible al lugar donde tendrán impacto. Es decir, los municipios, pues por su marco jurídico son más indicados para fortalecer ese proceso que las regiones, lo que parte por definir una escala de gradualidad en las funciones y competencias que pueden asumir, desarrollando lógicas diferenciadas para que cada gobierno local tenga las herramientas que necesita para lidiar con sus problemas específicos, que pueden ser muy distintos a los de la comuna vecina.

Este Estado más moderno no puede, sin embargo, abandonar ni subestimar una de sus responsabilidades más básicas, cual es defender y garantizar el imperio de la ley. Por ende, toda reforma modernizadora debe contemplar políticas que refuercen el Estado de derecho y la protección de los derechos y libertades fundamentales de los chilenos. Nuestro programa debe incluir medidas tendientes a garantizar que el Estado será el primero en cumplir la ley y también en hacerla cumplir. Situaciones de violencia como la que vive La Araucanía, por ejemplo, ponen en evidencia una falta del Estado de derecho, en definitiva, un fracaso del Estado: los ataques continúan y se agravan; los responsables no son sancionados; las víctimas no son reparadas.

En este ámbito, nuestro programa debe comprometerse a usar todos los recursos con que cuenta el Estado para velar por el imperio de la ley y sancionar las transgresiones, así como a aumentarlos donde sea necesario. Una sociedad libre sólo es posible bajo un gobierno de leyes garantizadas por el poder estatal; un país moderno no se construye sobre un Estado derecho débil.

Para ser exitosa, por último, una modernización como esta necesita que el Estado sea más transparente y rinda más cuentas de lo que hace actualmente. Por lo tanto, desde el inicio deben definirse y ponerse en práctica mecanismos que visibilicen los cambios tanto al interior del Estado como hacia la opinión pública. Esta suerte de “doble escrutinio” servirá para evaluar resultados a la vez que para incentivar y legitimar la continuidad del proceso de reforma. Esto supone tanto un trabajo técnico para medir el desempeño de los programas estatales según parámetros de eficiencia y resultado, como un esfuerzo sostenido de comunicación política —primero durante la campaña y después desde el Gobierno— para “vender” la conveniencia de los cambios dentro y fuera del Estado.