13 abril, 2012 | 12:15 hrs.
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Cuidemos la transparencia


«…Los derechos constitucionales son un límite irrebasable y no puede permitirse que miles de funcionarios públicos sean privados sin más de la protección que ellos les brindan a todos…»

En los últimos años, nuestro país ha hecho avances significativos y valiosos para conseguir mayor transparencia y evitar la corrupción en el funcionamiento de los órganos del Estado. De ese modo, los ciudadanos han ganado poder, así como la posibilidad de una participación democrática más informada, mientras el Estado ha visto reforzada su necesidad de servirlos de modo efectivo. Mantener esta senda es fundamental para la salud de nuestra institucionalidad política.
Lamentablemente, la reciente resolución del Consejo para la Transparencia, que obligaría a revelar los correos electrónicos enviados y recibidos por un ministro de Estado, en vez de contribuir a consolidar o perfeccionar unas normas y mecanismos que estaban funcionando apropiadamente, los pone innecesariamente en tensión, pues abre la puerta tanto al desconocimiento de derechos constitucionales como a un entorpecimiento indeseable de las labores de la Administración del Estado.
Al revés de lo que sugería Carlos Peña en su última columna, las autoridades y funcionarios del Estado son ante todo personas, que gozan en plenitud de los derechos que la Constitución garantiza a éstas. Entre esos derechos se cuenta la inviolabilidad de toda comunicación privada, dentro de la cual nuestra doctrina jurídica y jurisprudencia incluyen a los correos electrónicos y a las conversaciones telefónicas. Y, aunque la Constitución admite que las leyes fijen excepciones en la materia, no hay en nuestro ordenamiento jurídico ninguna disposición legal que de modo específico y determinado configure una excepción en que pueda fundarse una resolución como la adoptada por el Consejo para la Transparencia.
Carlos Peña sostiene que, mientras una autoridad esté sentada en su oficina y use bienes públicos, todo lo que diga o haga puede ser objeto de escrutinio. Pero eso equivaldría a someter a todos los funcionarios públicos a una suerte de control orwelliano. ¿Sería entonces legítimo intervenir también sus conversaciones telefónicas o instalar cámaras y micrófonos en sus oficinas para que todo lo que digan y hagan pueda quedar efectivamente sometido a ese escrutinio público? Tal cosa equivaldría a tratar a los funcionarios públicos antes como villanos que como ciudadanos. Y eso no fue ciertamente lo que tuvieron en mente quienes intervinieron en la dictación de la Ley sobre Acceso a la Información Pública. La confianza en las personas y el sentido de la ética son, a fin de cuentas, los pilares fundamentales para el buen funcionamiento de las instituciones democráticas.
Los derechos constitucionales son un límite irrebasable y no puede permitirse que miles de funcionarios públicos sean privados sin más de la protección que ellos les brindan a todos. Pero una decisión como esta podría, además, entrabar injustificadamente el funcionamiento de la Administración. Es muy importante que sepamos cómo se usan los recursos públicos, qué decisiones adoptan los órganos del Estado y cómo las fundamentan. Pero no siempre será conveniente o necesaria la publicidad del proceso completo de deliberación previo a esas decisiones. Los órganos del Estado tienen, por definición, que actuar estratégicamente respecto de los distintos grupos de interés a los que afectan sus resoluciones. Por lo tanto, si las autoridades fueran obligadas a exponer todas sus conversaciones que hacen parte de esos procesos deliberativos, quedarían en una peligrosa situación de asimetría respecto de esos grupos de interés. No todo lo que no es susceptible de publicidad es injusto, como sentencia Carlos Peña; muchas veces, no es ese el caso.
Por otra parte, se señala que las autoridades podrán seguir contando con su correo privado. Quienes lo afirman parecen contentarse con la que, sin duda, sería la consecuencia futura de una resolución como la que comentamos: la de unos funcionarios hipócritas, que usan sus correos oficiales para contenidos inocuos y realizan sus legítimos procesos de deliberación tras el cobijo de sus correos privados. ¿Tiene eso algún sentido?
Adicionalmente, la interpretación de la ley realizada por el Consejo puede incluso afectar materias de alta trascendencia estratégica, como la defensa nacional o las relaciones internacionales. Hoy día son los correos electrónicos de un ministro de Estado, pero mañana podrían ser los de nuestro embajador en La Haya, nuestro embajador en Lima o nuestro cónsul general en Bolivia.
No es que no haya que seguir avanzando en materia de transparencia, incluso en lo que toca a comunicaciones de las autoridades y funcionarios públicos, como sus correos electrónicos. Pero en ningún caso puede procederse de un modo tosco, que amenace el buen funcionamiento del Estado en vez de favorecerlo, ni menos que infrinja las normas de la Constitución. Todo perfeccionamiento debería ser objeto de una discusión en profundidad, que termine plasmándose en normas legales claras y razonables, que nos permitan a todos saber con nitidez a qué atenernos.
Autores: Jorge Tarud, Diputado PPD
Ernesto Silva, Diputado UDI

Fuente: El Mercurio